lunes, 3 de septiembre de 2012

Juan Antonio Masoliver Ródenas


 
 
 
 
 
 
Viaje alrededor de mis escritorios
 
 
El tiempo de mi vida está marcado no sólo por los paisajes, por los amores que llevan al último amor, por el tiempo que lleva al Tiempo definitivo, sino sobre todo por los escritorios, que han sido siempre reflejo de los distintos espacios en los que me ha tocado vivir y la única pasión a la que he sido fiel desde mi infancia. Mi primer recuerdo luminoso fue el de la mesita en la portería de las Escolapias del Masnou, donde me enseñó a leer la madre Milagros. La magia de ir convirtiendo las letras en palabras (el sol, la luna, la casa, la rosa) que eran imágenes, de ir descubriendo y transformando el mundo. Una vez aprendí a leer, subí al primer piso para integrarme con los demás niños de mi edad. Allí tuve mi primer pupitre, con el tintero, la pluma, las plumillas, los cuadernos y un libro que he olvidado. No sólo muy parecido sino exacto al de la academia Balmes de la calle Fontanills del Masnou, un año más tarde, o al de los Escolapios de la calle Balmes en Barcelona, en realidad mi primer escritorio, porque en él redactaba una revista en la que yo era el único colaborador y que vendía a mis compañeros de clase por cincuenta céntimos de peseta. En la casa de la carretera de Teyá, del Masnou, sólo mi hermana Carmen, delicada de salud y muy estudiosa, tenía un escritorio, el primero que vi en mi vida. Yo, como mis otros seis hermanos con los que compartí la desgracia de la buena salud, trabajábamos en la mesa del comedor.
 
Ya en Barcelona, en el piso de mis abuelos, tenía una mesa muy pequeña en un cuarto oscuro rodeado de armarios roperos. Allí, mi abuelo, ingeniero, me ayudaba a resolver los problemas de matemáticas que por mi cuenta nunca habría resuelto y, sobre todo, a coger correctamente y con elegancia –eso creía yo– la pluma, algo que nunca aprendieron mis pobres hermanos que se quedaron a vivir en el Masnou. Mi tío Juan Ramón era entonces corresponsal en el extranjero y empecé a utilizar su escritorio, en un estudio lleno de libros. Yo había escrito con entusiasmo desde muy niño y si fui aprobando el bachillerato fue por mis magníficas notas en redacción, que me dieron cierto prestigio de chico inteligente y maduro, pero fue en el estudio de mi tío donde tuve conciencia de ser un escritor, aunque la verdad es que todavía no había escrito nada que justificase esa pretensión. Allí fui familiarizándome con los libros de aquella riquísima biblioteca y allí aprendí a hacerme hombre leyendo las cartas de rabioso y desesperado amor que le escribía una despechada novia, cartas que él conservaba por razones que ignoro, y a robarle los paquetes de tabaco rubio –Chesterfield, Lucky Strike, Camel– de los cartones que guardaba en otro de los cajones; y desde los ventanales miraba cómo las entonces llamadas criadas fregaban los suelos acompañando el ritmo de las bayetas con el de las nalgas. No recuerdo dónde escribía los poemas que tenían como único lector a mi amigo Mario Páez. Cuando llegaban las vacaciones regresaba a la mesa del comedor de la carretera de Teyá y allí escribía mis poemas sobre el amor y sobre la muerte, temas que desconocía y que la escritura me iría revelando.
 
En mi segundo año de estudiante de Filosofía y Letras me fui a vivir con mi tío a Vallençana, en Reixac, y tuve mi primer escritorio “de propiedad”: una mesa en una pequeña habitación de nuevo llena de libros y con una ventana desde la que hoy veo en el recuerdo el pino que plantamos mi tío y yo justo en medio del camino de entrada a la casa, sin calcular que los árboles crecen y que el nuestro se convertiría en un tormento para los que llegaban a visitarnos en coche tras infinitas y desesperadas maniobras. En aquella mesa escribí mi primer libro de poemas, que todavía conservo, y empecé a redactar un diccionario italiano/español, que abandoné dos años más tarde por parecerme tarea enojosa e imposible.
 
Apenas terminada la carrera, me fui a vivir a Londres. En la habitación de Penge East, en la que viví un año, escribía en la cama o en la tapa de un piano de segunda mano que compré por diez libras esterlinas. Y allí me convertí en escritor de pubs, de donde han salido algunos de mis libros. No recuerdo el nombre de aquel primer pub. Como entonces trabajaba por las noches, como colaborador de una enciclopedia de literatura Salvat que nunca llegó a publicarse, antes de ir a la cama, a las once de la mañana, la hora en que abrían, iba a olvidarme de la enciclopedia y a escribir a mano cuentos que tal vez conserve. Para la casa de Pembrigde Crescent, con dos habitaciones, compré una mesa en el mercado de Portobello Road, calle paralela a la mía, pero solía escribir en The Sun in Splendour. Seguía trabajando por las noches y sólo apagaba la luz los diez minutos en los que en una de las casas de enfrente una muchacha desnuda se preparaba para ir a dormir, consciente, no puede ser de otro modo, de que la estaba mirando. No me veo escribiendo, a pesar de que escribía mucho, en la pequeña casa del joyceano Sandymount, en Dublín, donde pasé dos años. Sí recuerdo el pub, del que todavía conservo el mejor cenicero de mi colección, un original Powers Gold Label.
 
Mi primer verdadero estudio y mi primer escritorio fue, de regreso a Londres, el del piso de Argyll Mansions, frente a Olimpia. Era una casa muy grande, parecida a las del Ensanche barcelonés. En este sentido era como volver a la Rambla de Cataluña, pero sin la disciplina que imponía mi abuela y con la libertad que yo había conseguido a los veintidós años apenas cruzar la frontera. En realidad eran dos estudios: en uno escribía mis artículos o preparaba mis clases y en el otro, mucho más pequeño, escribía los poemas que más tarde publicaría como El jardín aciago y, sobre todo, en unos libros de contabilidad, una novela de más de mil páginas que abandoné porque no le veía el final y que, de no haber tomado esa sabia decisión, todavía estaría escribiendo. La conservo en un armario de manuscritos inéditos o éditos a la derecha de mi escritorio. Con el inmenso libro de contabilidad –que acabaron siendo tres– proseguía con mi novela en The Hand and Flower, al que mis amigos y yo llamábamos Los Caballeros. En los escritorios de mi casa, en The Hand and Flower o en el Live and Let Live se inició de verdad el proceso que, pasando por la pequeña casa de Belsize Park y por el ático en el que me refugiaba en la casa de Fordwych Road, en West Hamsptead, me llevaría a mi estudio de la calle Fray Junípero Serra, en el Masnou. En él conservo muchos de los objetos que fui coleccionando desde que llegué a Londres y los libros más queridos y utilizados. Y en él he aprendido el sentido del caos y en este caos o, mejor dicho, en la forma en que lo voy ordenando a medida que escribo, encuentro mi inspiración. Este mismo caos se vive en el escritorio dominado, inevitablemente, por el ordenador y la impresora, con todo tipo de diccionarios y libros de consulta a mi espalda, con la vista del jardín a la izquierda (menos en la Rambla de Cataluña, he vivido siempre acompañado por un jardín), con libros en el suelo, en el sofá-cama, y encima del escritorio. En casa escribo en el ordenador, incluso algunos de mis mejores poemas. A La Calandria, al Vins i Divins o al Ágora, Sònia y yo vamos a leer y también de allí han salido no pocos poemas y cuentos. Y aquí, en este escritorio y este estudio siento que se resume toda mi vida, la que me permite reflexionar ahora sobre la vida de los demás y sobre mi muerte, sobre el sentido de la amistad y sobre el nuevo sentido del amor. Y, curiosamente, por encima de un pesimismo cada vez más acentuado, hay una placidez casi sensual, como si en este escritorio que resume toda mi vida encontrase también la vida nueva que comparto con mi mujer Sònia también escritora, también adicta a sumergirse en el caos para darle un sentido.
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Juan Antonio Masoliver Ródenas
 
 
 
Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) ha sido catedrático de Literatura española y Latinoamericana en la Universidad de Westminster de Londres y es profesor en el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. En la actualidad vive en El Masnou (Barcelona). Como poeta ha publicado Paraísos a ciegas (Acantilado, 2012), Sònia (Acantilado, 2008), El laberint del cos (Eumo, 2008; en catalán), La memoria sin tregua (Acantilado, 2002) y Poesía reunida (Acantilado, 1999), que recoge todos sus poemarios publicados hasta entonces (Los espejos del mar, 1998; En el bosque de Celia, 1995; La casa de la maleza, 1992; y El jardín aciago, 1985). Como narrador ha publicado los libros de cuentos La calle Fontanills (Acantilado, 2010), La noche de la conspiración de la pólvora (Acantilado, 2006) y La sombra del triángulo (Anagrama, 1996), y las novelas La puerta del inglés (Acantilado, 2001), Beatriz Miami (Anagrama, 1991) y Retiro lo escrito (Anagrama, 1988). Es autor de los ensayos sobre literatura española y mexicana Voces contemporáneas (Acantilado, 2004) y Libertades enlazadas (México, Ediciones Sin Nombre, 2000) y de las antologías del cuento español contemporáneo The Origins of Desire (Serpent's Tail, 1993) y, en colaboración con Fernando Valls, de Los cuentos que cuentan (Anagrama, 1998). Ha traducido a Cesare Pavese, Carson McCullers, Djuna Barnes, Vladimir Nabokov y Robert Coover. Es crítico literario del suplemento Cultura/s diario La Vanguardia, y en México es o ha sido colaborador, entre otras publicaciones, de Vuelta, La Jornada Semanal, Letras Libres, Fractal y Crítica.
 

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