lunes, 11 de junio de 2012

Eduardo Berti






Nunca tuve lo que se llama una “habitación de escritura”. O, mejor dicho, aun cuando alguna vez la tuve nunca logré que funcionara rigurosamente como tal. Durante casi una década, entre mis veinte y treinta años, me gané la vida (y, más que eso, disfruté y aprendí mucho) trabajando en distintas redacciones periodísticas, sobre todo la del entonces flamante diario Página/12 de Buenos Aires, donde tuve la buena suerte de estar rodeado no sólo de excelentes periodistas, sino también de brillantes escritores de toda clase: reconocidos como Juan Gelman u Osvaldo Soriano, más o menos en ciernes como Martín Caparrós, Marcelo Birmajer o Rodrigo Fresán, secretos como el aún inédito Salvador Benesdra, de culto como Miguel Briante y muchos más –hombres, en su mayoría–, desde Enrique Medina hasta Antonio Dal Masetto.

Para calmar mi deseos (o mi vanidad) de escribir, lo más común era que cada dos por tres me escabullera a algún café de la zona, casi siempre con el pretexto de una entrevista o una valiosa información. No era recomendable ir al bar de la esquina (el que Soriano apodaba “la mueblería” porque, sí, parecía un negocio de venta de feos muebles como tantos otros en la misma avenida Belgrano), era mejor buscar un sitio más oscuro y menos frecuentado por los colegas de la redacción. En cualquier caso, mis lugares de escritura eran los bares, hasta tal punto que me fui acostumbrando a ellos —para horror de quienes ven a los escritores de café como ingenuos postulantes a una bohemia ilusoria— y, cuando ya no frecuentaba redacciones, cuando ideé otras formas de ganarme el pan porque ya no disfrutaba como antes con el periodismo, si bien monté en mi casa de Buenos Aires un “cuarto de escritura” (con "escritorio de escritura" y todo), este terminó cumpliendo más bien funciones accesorias: alojar buena parte de mis libros o esconder ese horrible objeto que era mi primera computadora, tan alejada del diseño delicado y casi invisible de las portátiles de hoy.

Suelo escribir a mano en pequeños cuadernos que caben en algún bolsillo. Tarde o temprano, vuelco eso en la computadora de turno, imprimo en letra grande si me sobra tinta y papel o en letra más apretada si ando en aprietos de dinero y sigo corrigiendo en la página impresa, con bolígrafo azul la primera vez, con rojo o verde si emprendo nuevas lecturas. Hay ligeras variantes, claro. A veces escribo tan solo en las carillas impares (a la derecha del cuaderno) y reservo las pares para enmiendas, variantes o agregados, por ejemplo. A veces llevo dos cuadernos a la vez: uno para escenas largas, otro para fragmentos o apuntes aislados que seguramente emplearé. Lo invariable es que me cuesta trabajar en un lugar fijo. ¿Para qué echar una especie de ancla cuando uno puede navegar? Incluso cuando me tienta escribir en casa, cosa que también ocurre, no tengo empacho en hacerlo en la bañadera, en la cama, en un sillón o en la mesa de la cocina.

Escribí gran parte de Todos los Funes en unos largos viajes en tren que debí emprender por entonces. El movimiento me resultó especialmente inspirador. Escribí gran parte de La mujer de Wakefield durante una serie de viajes/escapadas a Montevideo. Era primavera, verano u otoño; hacía, casi siempre, buen tiempo. Yo caminaba por las calles, armaba una o dos frases en mi cabeza, me sentaba en cualquier lugar (en bancos públicos, recuerdo), apuntaba esa frase y seguía caminando. Tiempo después leí que a Chico Buarque le gustaba (tal vez le gusta todavía) componer así canciones.

Sé que muchos escritores no podrían trabajar sin la room of our own de la que hablaba Virginia Woolf (“una mujer, si quiere escribir ficción, debe tener dinero y una habitación para ella sola”). Yo he descubierto que el ruido compacto de un bar, del tránsito urbano o del rumor de un tren u otro transporte público me distrae menos y estimula más que la voz clara y puntual de un vecino. Es como con la música de fondo: imposible escribir si hay un cantante o la presencia “muy cantante” de cierto instrumento solista.

Este texto, por ejemplo, lo empecé a escribir en un rincón del Paseo del Prado, no lejos del museo del mismo nombre, en Madrid, y lo terminé en mi casa, con la computadora sobre las rodillas.





© Texto: Eduardo Berti
© Fotografía: Daniel Mordzinski



Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) ha vivido en París y actualmente reside en Madrid. Ha publicado las novelas El país imaginado (Emecé, 2011), La sombra del púgil (Norma, 2008), Todos los Funes (Anagrama, 2004), La mujer de Wakefield (Tusquets, 1999) y Agua (Tusquets, 1997), y los libros de cuentos y microrrelatos Lo inolvidable (Páginas de Espuma, 2010), La vida imposible (Emecé, 2003) y Los pájaros (Beas, 1994; Páginas de Espuma, 2003). Como antólogo ha publicado, entre otros, Historias encontradas (Eterna Cadencia, 2010), Los cuentos más breves del mundo. De Esopo a Kafka (Páginas de Espuma, 2009), Galaxia Flaubert (Adriana Hidalgo, 2008), Galaxia Borges (Adriana Hidalgo, 2007; junto con Edgardo Cozarinsky) y Nouvelles. Antología del nuevo cuento francés (Páginas de Espuma, 2006). Ha traducido, entre otros, a Nathaniel Hawthorne, Jane Austen, Charles Dickens o Jacques Stenberg. Es director literario de la editorial La Compañía. 

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